Me encantan las personas. Me gustan sus gestos, su risa, su manera de evadir respuestas, sus miradas absortas en el infinito de aquellas ventanillas del tren, sus pensamientos ahogados entre la luz y el ruido del metro. Adoro sus manos cortando el aire al caminar, los roces inesperados con desconocidos, sus recuerdos, sus sorpresas, su dolor, su miedo, su instinto de supervivencia. Creo en su inteligencia, en sus síntomas de abismo, en sus fallidos intentos por cambiar lo que no pueden, en su vergüenza, en sus secretos, en la importancia que le dan a lo absurdo. Pienso que nunca llegarán a entender que todo es naturaleza pese a lo que nos hayan impuesto, y aún así sigue agradándome su pudor. Me gusta la riqueza que todos tienen, y que pocos conocen, aquella riqueza metafísica que tanto podría llenar al pobre de entendimiento. Admiro la forma que tienen de enamorarse y de desenamorarse sin darse cuenta, cuando se engañan a sí mismos, cuando se atraen de forma química y mutua. Me cautivan sus creencias y sus apoyos imaginarios, la fuerza que sacan del bolsillo de la chaqueta, la forma de odiarse, de criticarse. ¿Y su egoísmo? Parece mentira, pero también me entusiasma su egoísmo, porque al fin y al cabo, si no se tienen a ellos mismos, nunca podrán tener nada ni a nadie. Yo soy una de esas personas, pero a veces me siento como un observador externo sin voz ni telescopio.
Mi bote de secretos cada vez está más lleno, pero aún falta mucho por descubrir. Espero que quien de verdad comprenda la importancia de esta recopilación de trocitos de vida contribuya con ella. Tenéis mucho que ofrecer al mundo.
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