Os voy a contar una historia sobre un chico y una chica unidos por la misma casualidad que creó el mundo.
Todo ocurrió rápido, con intensidad.
Entre una búsqueda infinita se encontraron, sin esperarse, hablando sobre pasos anónimos que vagan por Madrid.
Cientos de kilómetros, líneas telefónicas abiertas y pensamientos alumbrados por papel y música.
Una canción de [h]invierno.
Varios ojos cerrados deseando alcanzar lo inalcanzable.
Una noche, ella apareció a su lado mientras él dormía, respiró en su cuello e hizo resbalar sus manos. A la mañana siguiente, él tan sólo recordaba su presencia como en un sueño.
Tiempo después cruzaron la distancia que los separaba. En el museo él la miraba. En el café volaron hacia una ciudad distinta a donde se encontraban.
A partir de ese momento, todo fue azar.
Tacto escondido, miradas que rompían abismos y besos pequeños.
Caminando entre niebla, lambrusco y frío, llegó una fuerza más fuerte que la que les
había unido y se lo llevó todo.
A él le quedó un sonido.
A ella la certeza de que estaba viva.
Al pensar en las relaciones humanas pienso en los aeropuertos. Y recuerdo a todas las personas que pasan por mi vida. Todas y cada una de ellas han conformado parte de lo que soy ahora. He aprendido tanto para bien como para mal de muchas situaciones y momentos. Algunas personas han intentado conservarme y otras simplemente, lo han dejado pasar. Pero las recuerdo, y quizás se sientan identificadas con las cosas que escribo. Así es la vida, como un aeropuerto lleno de aviones que despegan o aterrizan.
Los mejores momentos de la historia siempre fueron las grandes casualidades. Y los silencios.
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