Creo que lo que más me gusta de esta ciudad es el cielo. Es un cielo en constante cambio y de dimensiones infinitas y desconocidas, al igual que yo. A veces, casi puedo ver el mar en el horizonte de la llanura de esta tierra.
Esta mañana, al despertar, este cielo me regaló un bonito amanecer, como si quisiese desearme buenos días y borrar todo el sueño de las noches de insomnio. A las seis cero dos de la tarde, con una humedad del 76% y un viento de veinticuatro kilómetros por hora, decidí salir a la calle. Fui directa a la mediateca (últimamente, los libros y las películas se consumen como un cigarrillo ante mis ojos). Más tarde, seguí caminando un poco más lejos, hasta donde termina la ciudad, para ver el atardecer. El Sol se escondía reticente entre las nubes grisáceas, obligándome a entrecerrar los párpados y ver gotas de luz amarilla en mis pestañas. En estos momentos, la Luna aparece y desaparece tras mi ventana. Son las siete y diecisiete de la tarde de un dieciséis de febrero, presión atmosférica: 910mb.
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